lunes, 9 de septiembre de 2013

Elogio de la ignorancia


“Solo sé que no sé nada”. Si no fuera porque esta frase viene en un paquete que dice: Sócrates: inteligencia, agudeza, ingenio, honestidad y coherencia; y que por ser uno de los padres de la filosofía, sus pensamientos no pueden ser puestos en duda. Yo diría que fue pronunciada por un pretencioso.

Cuando la modestia se manifiesta de forma más extensa de lo que resulta evidente y lógico, parece que es jactancioso.

Afirmar que no sabemos nada resulta pedante aunque realmente tenemos que reconocer que sabemos muy pocas cosas. Incluso de Sócrates, que lo que sabemos es a través de sus alumnos, especialmente de Platón que lo utiliza como personaje en muchas de sus obras poniendo en su boca palabras que no podemos asegurar si fueron pronunciadas por Sócrates o si las puso en su boca el alumno para expresar su propio pensamiento (el de Platón, me refiero).

Todos sabemos algo. “Pienso, luego existo” y si puedo pensar seré capaz de aprender y ese aprendizaje me llevará a la sabiduría y la sabiduría me llevará a distinguirme de los demás y …… de esta manera llegamos a considerar el conocimiento como una medida del valor de las personas, pasando al otro lado de la balanza de lo absurdo en la que en un platillo se sitúan los que no saben nada y en el otro los sabios.

Hablamos de la “Gestión del Conocimiento”, seleccionamos a las personas por los “Títulos y Masters” que han acaparado, ponemos en  nuestros currícula las publicaciones que hemos editado, las conferencias que hemos dado o el reconocimiento  recibido por nuestro saber, ya que “sabemos” que eso nos hace más valiosos. ¿Ante un peligro inminente a quien salvaría usted, a una mujer a punto de dar a luz o a un sabio que está investigando sobre una vacuna contra la malaria? Es una pregunta que se plantea en algunos cursos sobre toma de decisiones y, en la mayoría de los casos, la respuesta es salvar al sabio, porque la sabiduría vale más que la vida.

Sin embargo quiero reivindicar el derecho a la ignorancia, a reconocer que mis conocimientos, teniéndolos, sólo suponen una pequeña parte del conocimiento existente (no a nivel universal, sino sobre las materias de mi interés y que conciernen a mi trabajo). El reconocimiento de la propia ignorancia es la puerta que me permite desarrollar mi inquietud, que me ayuda a aprender más, que me anima a seguir estudiando y experimentando.

Yo dejaría de preguntar “que es lo que usted sabe” para preguntar “qué es lo que usted ignora y que le gustaría saber”, pues la respuesta me va a dar mucha más información sobre los intereses, la voluntad y la vocación de esa persona.