“Solo sé que no sé nada”. Si no fuera porque esta frase viene en un
paquete que dice: Sócrates: inteligencia, agudeza, ingenio, honestidad y
coherencia; y que por ser uno de los padres de la filosofía, sus pensamientos
no pueden ser puestos en duda. Yo diría que fue pronunciada por un pretencioso.
Cuando la modestia se
manifiesta de forma más extensa de lo que resulta evidente y lógico, parece que
es jactancioso.
Afirmar que no sabemos
nada resulta pedante aunque realmente tenemos que reconocer que sabemos muy pocas
cosas. Incluso de Sócrates, que lo que sabemos es a través de sus alumnos,
especialmente de Platón que lo utiliza como personaje en muchas de sus obras
poniendo en su boca palabras que no podemos asegurar si fueron pronunciadas por
Sócrates o si las puso en su boca el alumno para expresar su propio pensamiento
(el de Platón, me refiero).
Todos sabemos algo.
“Pienso, luego existo” y si puedo pensar seré capaz de aprender y ese
aprendizaje me llevará a la sabiduría y la sabiduría me llevará a distinguirme
de los demás y …… de esta manera llegamos a considerar el conocimiento como una
medida del valor de las personas, pasando al otro lado de la balanza de lo
absurdo en la que en un platillo se sitúan los que no saben nada y en el otro
los sabios.
Hablamos de la “Gestión
del Conocimiento”, seleccionamos a las personas por los “Títulos y Masters” que
han acaparado, ponemos en nuestros
currícula las publicaciones que hemos editado, las conferencias que hemos dado
o el reconocimiento recibido por
nuestro saber, ya que “sabemos” que eso nos hace más valiosos. ¿Ante un peligro
inminente a quien salvaría usted, a una mujer a punto de dar a luz o a un sabio
que está investigando sobre una vacuna contra la malaria? Es una pregunta que
se plantea en algunos cursos sobre toma de decisiones y, en la mayoría de los
casos, la respuesta es salvar al sabio, porque la sabiduría vale más que la
vida.
Sin embargo quiero
reivindicar el derecho a la ignorancia, a reconocer que mis conocimientos,
teniéndolos, sólo suponen una pequeña parte del conocimiento existente (no a
nivel universal, sino sobre las materias de mi interés y que conciernen a mi
trabajo). El reconocimiento de la propia ignorancia es la puerta que me permite
desarrollar mi inquietud, que me ayuda a aprender más, que me anima a seguir
estudiando y experimentando.
Yo dejaría de preguntar
“que es lo que usted sabe” para preguntar “qué es lo que usted ignora y que le
gustaría saber”, pues la respuesta me va a dar mucha más información sobre los
intereses, la voluntad y la vocación de esa persona.