viernes, 14 de febrero de 2014

Las sardinas eran para negociar.



Había una anécdota de un conservero del norte que, ante la penuria económica que se vivía después de la guerra civil española, decidió enlatar unas sardinas de ínfima calidad y sacarlas al mercado de estraperlo.

Pasarón varios años y las sardinas fueron de mano en mano. Cuando la situación se empezó a normalizar, y ya no era tan difícil encontrar diferentes productos en el mercado oficial, alguien abrió una de aquellas latas y se encontró con peces rotos, aceite rancio y un sabor insoportable, de forma que fue a devolver el producto a quien se lo había vendido. Así, la cadena de reclamaciones fue en sentido contrario hasta llegar a nuestro conservero quien, cuando recibió la queja de que sus sardinas no se podían comer, dijo: “Es que las sardinas no eran para comer, eran para negociar”.

Si recapacitamos sobre este disparate veremos que no lo es tanto si le ponemos un poco de sorna a su interpretación. El conservero era un negociante. La venta de las sardinas le aportó un dinero que le permitio abordar otros proyectos y poner más productos en el mercado (quizás de calidad aceptable), quien se las comprase obtuvo unos beneficios que, a su vez, le permitiría emprender otros negocios o llevar unos garbanzos a casa. Durante años las sardinas estuvieron dando vueltas aportando valor a quien las poseía. Las sardinas les vinieron bien a todo el mundo hasta que a alguien se le ocurrió probarlas. El enlatamiento y venta de aquellas sardinas “fue un acto social” en un estado que sufría las penurias de una postguerra.

La misma “honestidad y espíritu altruista” de nuestro conservero es la que acompaña a Calatrava: ¡qué edificios tan bonitos! ¡qué puentes tan elegantes!. Calatrava diseña para la belleza, para que los organismos y las organizaciones pongan su dinero en circulación, para generar benefico a las constructoras, a los transportistas, para dar empleo a los albañiles y a mil oficios que se ven obligados a intervenir en las construcciones que proyecta. Si luego alguien quiere hacer un uso práctico de ellas es cosa suya: no están pensadas con ese fin.
Calatrava no engaña a nadie. Parece ser que cuando se hizo la hermosa estación del Metro de Valencia que él diseñó, algún ingeniero preguntó que dónde estaba la catenaria, a lo que nuestro personaje respondió que no la había puesto porque afeaba el resultado.

No ocurre lo mismo con los Gurtel, Urdangarines o Bárcenas, que parece que todo lo querían para ellos, sin ningún objetivo social, sólo para enriquecerse ellos. Aunque este será tema para otro post.